martes, 29 de enero de 2019

Medianoche.


En el calor de la Medianoche, casi de puntillas, nos colamos en mi cuarto. Las ganas de besarnos podían con nosotras. Cuánto ansiábamos nuestros labios.

Un beso sucedía al otro casi de inmediato. Unos con lengua, otros sin. Pero ninguno con mayor intención que demostrarnos cariño. Que demostrarnos amor.

Las caricias nos empujaron hacia la cama. Las dos tumbadas mirándonos como idiotas. Vaya par de enamoradas, diréis. Y es verdad.

Sus ojos se cerraban de vez en cuando. Conozco esa sensación. La de estar tan bien entre sus brazos que el sueño vence y me rinde a sus pies.

Así estaba ella. Y yo solo quería que durmiese entre amor. Fuera la camiseta. Se acomodó mejor. Se fundió con mi cama y ahí comenzó.

Un pequeño masaje, pensaréis. Pero no si lo hubierais vivido como yo.

A medida que mis manos se paseaban por su espalda, unas pequeñas franjas podían entreverse a ambos lados de su columna.

Os juro que parecía el nacimiento de unas grandes alas.

No le dije nada. Parecía que cuanto más amor le daba, más grandes se hacían esas franjas.

Y así seguí. Hasta que empezaron a aflorar. 

Unas pequeñas plumas se escaparon tímidas de su espalda. Las rocé con mis dedos. Eran verdaderamente suaves.

Continué acariciando. A cada caricia, escapaban un poco más de su prisión. Se sentían seguras conmigo. Querían mostrarse.

Cuando estaban más o menos a mitad, se me ocurrió acercar mi cara a su espalda. Sentir como su suavidad rozaba mis mejillas.

Qué mal hice. Pues la tranquilidad que sentí, la paz que me inundó me hizo cerrar los ojos.

Lo siguiente que recuerdo de aquello, es despertarme apoyada en su pecho. Alzar la mirada, ver cómo me sonreía, y acto seguido me daba un beso.

Le pregunté qué había sido eso. Sonriendo me dijo que habría sido un sueño.

Pero yo sé que no. Yo sé que ella tiene unas alas increíbles bajo la piel.

Y ojalá esté ahí cuando decida usarlas.

lunes, 3 de diciembre de 2018

Adiós.


No han tocado a la puerta. No has escuchado las llaves abriéndola. Pero sí que has escuchado ese crujido tan particular que tiene al abrirse lentamente. Casi como un quejido. Casi como un lamento.

Permaneces inmóvil en tu habitación. Estás sentada de espaldas a la oscuridad del pasillo. No quieres girarte. No quieres mirar. Pero sabes lo que es.

Ha vuelto.

Creías haberla enterrado. Creías que había desaparecido para siempre. Pero en el fondo sabías que estaba ahí. Que nunca se había marchado. Que volvería para sumirte en la peor desgracia que podrías sufrir.

Sientes cómo se va aproximando. Tu miedo aumenta. Tus ojos se vuelven cristalinos. Tu respiración se entrecorta. Tus palpitaciones se aceleran. El nudo en la garganta te quema.

Sabes que no hay escapatoria.

Llevas toda tu vida huyendo de ella.

Tal vez ha llegado el momento de aceptarla y convivir a su lado. Dejar que te desgarre. Que te destroce. Que te utilice. Que te manipule.

Antes de que te des cuenta ya está en el umbral de la puerta. Sientes cómo sonríe, aunque no la estés viendo. Aunque no haya hecho ningún ruido. Aunque no quieras creerlo.

Se aproxima a ti. Tú continúas con la mirada fija en la pantalla del ordenador. La hoja en blanco deslumbra tu cara. La tenue luz que llega desde tu espalda crea una sombra, pero no es la tuya. Es mucho más grande. Y va creciendo. Crece hasta que cubre toda la luz. Dejando solo la pantalla iluminada.

Una especie de garra te acaricia el pelo. Baja hasta tu hombro y empieza a deslizarse por tu brazo hasta llegar a tu mano. Se acomoda en ella. Casi entrelazando lo que parecen que son sus dedos con los tuyos.

Se apoya en ti. Su respiración está en tu oído. Es realmente gélida. Te lame el lóbulo de la oreja. Tu cuerpo se congela. Su garra comienza a manejar tu mano sobre el teclado.

A

Tu corazón parece que va a estallar.

D

Todo tu cuerpo empieza a doler.

I

Sabes perfectamente que vas a sufrir.

O

Pero lo único que piensas: “por fin se acabó”

S.

miércoles, 5 de septiembre de 2018

La última vez.

Fotografías y conversaciones entrelazadas,
recuerdos y heridas que aún no sanan,
labios y puñaladas por la espalda.

Todo ello mientras me observo en el espejo,
un pasillo oscuro tras mi reflejo,
la silueta que me persigue aparece de nuevo.

Su mano se posa sobre mi hombro,
aprieta fuerte como si quisiera romperme del todo,
tal vez su tacto hasta me dé morbo.

Tengo tiempo para una última vez antes de que aparezca nadie,
me tumbo en la cama y mis dedos marcan el baile,
mis gemidos, cada vez más rápidos, rompen el aire.

La silueta me observa desde el umbral de la puerta,
yo la miro fijamente a través de mis piernas abiertas,
y justo cuando voy a llegar al clímax, no duda y entra.

Se abalanza sobre mí, aplastando mi pecho con su cuerpo,
me cuesta respirar, pero no me importa, no me muevo,
la miro a los ojos y comprende lo que deseo.

Su peso se multiplica y mis huesos ceden,
la sal y el metal se entremezclan como quieren,
ya no siento nada, nada duele.

Solo existe su frío beso,
beso que evoca el recuerdo,
de que en esta vida,
solo cuentan la muerte y el sexo.