En el calor de la Medianoche, casi de puntillas, nos colamos
en mi cuarto. Las ganas de besarnos podían con nosotras. Cuánto ansiábamos
nuestros labios.
Un beso sucedía al otro casi de inmediato. Unos con lengua,
otros sin. Pero ninguno con mayor intención que demostrarnos cariño. Que
demostrarnos amor.
Las caricias nos empujaron hacia la cama. Las dos tumbadas
mirándonos como idiotas. Vaya par de enamoradas, diréis. Y es verdad.
Sus ojos se cerraban de vez en cuando. Conozco esa sensación.
La de estar tan bien entre sus brazos que el sueño vence y me rinde a sus pies.
Así estaba ella. Y yo solo quería que durmiese entre amor.
Fuera la camiseta. Se acomodó mejor. Se fundió con mi cama y ahí comenzó.
Un pequeño masaje, pensaréis. Pero no si lo hubierais vivido
como yo.
A medida que mis manos se paseaban por su espalda, unas
pequeñas franjas podían entreverse a ambos lados de su columna.
Os juro que parecía el nacimiento de unas grandes alas.
No le dije nada. Parecía que cuanto más amor le daba, más grandes
se hacían esas franjas.
Y así seguí. Hasta que empezaron a aflorar.
Unas pequeñas
plumas se escaparon tímidas de su espalda. Las rocé con mis dedos. Eran
verdaderamente suaves.
Continué acariciando. A cada caricia, escapaban un poco más
de su prisión. Se sentían seguras conmigo. Querían mostrarse.
Cuando estaban más o menos a mitad, se me ocurrió acercar mi
cara a su espalda. Sentir como su suavidad rozaba mis mejillas.
Qué mal hice. Pues la tranquilidad que sentí, la paz que me inundó
me hizo cerrar los ojos.
Lo siguiente que recuerdo de aquello, es despertarme apoyada
en su pecho. Alzar la mirada, ver cómo me sonreía, y acto seguido me daba un
beso.
Le pregunté qué había sido eso. Sonriendo me dijo que habría
sido un sueño.
Pero yo sé que no. Yo sé que ella tiene unas alas increíbles
bajo la piel.