La danza guió los pasos hasta el
negro abismo en el que nos derretimos, cayendo con la elegancia de una gota de
agua por una mejilla encharcada.
Tal vez se temía el golpe final,
el compás que sonaría al ritmo de la batuta, pero en ese instante daba
exactamente igual.
Seguramente podríamos planear,
que no volar. Íbamos danzando, creando ondas de fuego alrededor. Dos globos
aerostáticos que descendían velozmente.
Vueltas y más vueltas sobre
nuestros ejes. La caída parecía infinita. Que tal vez lo era. Nunca quise abrir
los ojos del todo. Si los abría, prefería perderme en el amanecer color miel.
Un brindis por esa danza infinita
que quizá terminó nada más comenzar.