Pasear
por la ciudad, por los rincones más apartados de ésta, respirar el (poco) aire
fresco que hay en ella y observar, simplemente observar alrededor, es la mejor
manera que conozco para evadirme del mundo (siempre y cuando no esté a su lado,
obviamente).
Cada
vez que salgo, solitaria y embriagada por la música, mi mayor punto de interés
es el cielo. Ese cielo que cada día tiene un tono diferente, que alberga miles
de secretos y que nos resulta tan inalcanzable. Ese cielo al que dirigimos
prácticamente todos nuestros deseos, ese cielo que nos hace sentir tan
diminutos, que nos enseña que somos una milésima parte del universo (o incluso
menos). Ese cielo por el que nos encantaría navegar con nuestro barco hecho de
sueños, ese cielo que nos recuerda nuestra frustración de que no volemos, ese
cielo que sólo puede llegar a ser realmente conocido por los seres alados.
Cuando
me quedo mirándolo, siempre hay algún pájaro que lo surca, con esa elegancia
que los caracteriza, agitando sus alas tranquilamente, regocijándose ante el
hecho de que yo jamás podré alcanzarlo por mucho que salte. Ese pájaro recorre
distancias inimaginables, visita cientos y cientos de lugares, lleva consigo
una gran historia que nosotros nunca seremos capaces de comprender. Ese pájaro
ha sobrevivido a tempestades sin ningún lugar en el que refugiarse. Ese pájaro
ha presenciado más atardeceres que ningún ser humano pueda superar. Ese pájaro,
oh, cómo envidio a ese pájaro.
Una vez
leí que, cuando crecemos, cuando maduramos (o chorradas de esas que nos
inculcan desde que somos críos), la vida deja de parecernos interesante y tan
sólo nos preocupamos por cumplir con nuestras obligaciones (esas obligaciones
que la sociedad nos ha impuesto, por supuesto). Quedamos tan cegados por los
hechos que suponen que cumplamos años, que olvidamos disfrutar de la vida.
Olvidamos que los títeres se mueven por su propio pie y nos fijamos en los
hilos que sostiene el titiritero del teatro, olvidamos que la Luna nos persigue
cada noche al ir en coche, olvidamos que las nubes esconden cientos de
historias en sus múltiples formas. Olvidamos, siempre olvidamos por lo que
realmente merece la pena vivir. Incluso olvidamos que el amor es pasión,
sorpresa, desesperación, anhelo; y lo sustituimos por una rutina triste y
aburrida en la que cada vez que se pronuncia un “te quiero” o, peor aún, un “te
amo”, ya no se enciende ese brillo en la mirada ni se nos traban las palabras
de la emoción.
Por
favor, ¿hasta dónde vamos a llegar? Si crecer significa eso, si crecer implica
perder la fascinación por el mundo, me niego a crecer. Prefiero marcharme con
Peter Pan y no volver jamás, porque, veréis, para mí, la vida no es preguntarse
de qué huyen las aves, sino hacia dónde se dirigen.