lunes, 13 de enero de 2014

¿Dónde se dirigen?

Pasear por la ciudad, por los rincones más apartados de ésta, respirar el (poco) aire fresco que hay en ella y observar, simplemente observar alrededor, es la mejor manera que conozco para evadirme del mundo (siempre y cuando no esté a su lado, obviamente).

Cada vez que salgo, solitaria y embriagada por la música, mi mayor punto de interés es el cielo. Ese cielo que cada día tiene un tono diferente, que alberga miles de secretos y que nos resulta tan inalcanzable. Ese cielo al que dirigimos prácticamente todos nuestros deseos, ese cielo que nos hace sentir tan diminutos, que nos enseña que somos una milésima parte del universo (o incluso menos). Ese cielo por el que nos encantaría navegar con nuestro barco hecho de sueños, ese cielo que nos recuerda nuestra frustración de que no volemos, ese cielo que sólo puede llegar a ser realmente conocido por los seres alados.

Cuando me quedo mirándolo, siempre hay algún pájaro que lo surca, con esa elegancia que los caracteriza, agitando sus alas tranquilamente, regocijándose ante el hecho de que yo jamás podré alcanzarlo por mucho que salte. Ese pájaro recorre distancias inimaginables, visita cientos y cientos de lugares, lleva consigo una gran historia que nosotros nunca seremos capaces de comprender. Ese pájaro ha sobrevivido a tempestades sin ningún lugar en el que refugiarse. Ese pájaro ha presenciado más atardeceres que ningún ser humano pueda superar. Ese pájaro, oh, cómo envidio a ese pájaro.

Una vez leí que, cuando crecemos, cuando maduramos (o chorradas de esas que nos inculcan desde que somos críos), la vida deja de parecernos interesante y tan sólo nos preocupamos por cumplir con nuestras obligaciones (esas obligaciones que la sociedad nos ha impuesto, por supuesto). Quedamos tan cegados por los hechos que suponen que cumplamos años, que olvidamos disfrutar de la vida. Olvidamos que los títeres se mueven por su propio pie y nos fijamos en los hilos que sostiene el titiritero del teatro, olvidamos que la Luna nos persigue cada noche al ir en coche, olvidamos que las nubes esconden cientos de historias en sus múltiples formas. Olvidamos, siempre olvidamos por lo que realmente merece la pena vivir. Incluso olvidamos que el amor es pasión, sorpresa, desesperación, anhelo; y lo sustituimos por una rutina triste y aburrida en la que cada vez que se pronuncia un “te quiero” o, peor aún, un “te amo”, ya no se enciende ese brillo en la mirada ni se nos traban las palabras de la emoción.


Por favor, ¿hasta dónde vamos a llegar? Si crecer significa eso, si crecer implica perder la fascinación por el mundo, me niego a crecer. Prefiero marcharme con Peter Pan y no volver jamás, porque, veréis, para mí, la vida no es preguntarse de qué huyen las aves, sino hacia dónde se dirigen.


domingo, 12 de enero de 2014

¿Destino o recorrido?

¿Habéis escuchado la expresión “lo importante no es el destino, sino el recorrido”? Voy a dar por sentado que sí (quien no la haya escuchado, muy poca cultura tiene).

Esta frase siempre me la repito a lo largo de mi vida, pero la mayoría de veces surge en mi mente cuando mi destino es realmente importante, cuando no estoy realizando un viaje metafórico, sino que estoy realizando un viaje hacia algún lugar. En estos momentos, cuando voy en coche, en tren, en autobús… y miro por la ventana, dejándome llevar por la elegancia del paisaje, por la heterogeneidad de sus colores, por la luz del Sol bañando cada rincón, por el aire meciendo las copas de los árboles, por los ríos fluyendo por su cauce tranquilamente; viene a mi mente esa frase y no puedo evitar que una sonrisa irónica se forme en mi rostro. En ese instante me digo: “menuda tontería. ¿Quién puede desear que el recorrido sea largo, quién puede realmente disfrutarlo si lo que más ansía es llegar a su destino?” Y me veo, como siempre, contando los minutos que quedan para bajar del transporte y correr (sí, correr, casi siempre acabo corriendo) hacia ese lugar tan deseado.

Puede que alguien me contradiga diciéndome que entonces por qué me he fijado tanto en el paisaje, que por qué sé que en ese trayecto el Sol inundaba todo el exterior avivando los colores de la naturaleza, que por qué sé que el río fluía tranquilamente y no bravo por ser muy caudaloso, que por qué sé que el aire acariciaba las hojas y no las azotaba con furia. Ante eso tan sólo puede aparecer otra sonrisa irónica en mi cara, pero no respondería, tan sólo miraría a la lejanía y volvería a pensar en mi destino, en ese lugar.
Y es que, ¿quién sería capaz de disfrutar de semejante cúmulo de belleza si la verdadera belleza, la única belleza que ansía no está a su lado, sino al final de ese camino? El paraíso se halla al final de ese recorrido y sólo puedo desear que el tiempo corra lo más deprisa posible para alcanzarlo cuanto antes. Y, una vez estoy allí, aplico un poco de hipocresía (tanta hay en esta sociedad que me permito usarla de vez en cuando a mi favor) y entonces hago que esa frase vuelva a resonar en mi cabeza “lo importante no es el destino, sino el recorrido” y me la creo. Pues en el momento en el que estoy en el paraíso, quiero que el camino sea eterno. Quiero pararme en cualquier momento, en cualquier situación y observar detenidamente lo que se encuentra a mi lado.

Supongo que a muchos os ocurre lo mismo, pues voy a dar por sabido que casi todos tenemos un paraíso lejano, un pedazo de cielo en la tierra, un oasis en medio del desierto, o, si nos ponemos algo más realistas, una chocolatería abierta a las tantas de la madrugada tras volver de fiesta. Todos tenemos un lugar que aparece en nuestros sueños como el deseo más anhelado de nuestro subconsciente. No obstante, yo tengo muy asumido que es el deseo más anhelado de mi subconsciente, de mi  parte consciente y de la inconsciente. Cada parte de mi ser susurra, si bien no lo grita en silencio, que su mayor meta es permanecer allí, aplicando esa querida frase tan usada de manera hipócrita (al menos por mi parte).

Entonces, yo me pregunto algo, ¿cuál es el lugar en el que queremos perdernos? ¿Cuál es ese rincón en la Tierra en el que desapareceríamos de muy grata forma? (Os aseguro que me lo cuestiono prácticamente a diario, sobre todo cuando voy de viaje; miro a todos los pasajeros y me pregunto qué les lleva a la misma parte del mundo que a mí. Algún día encontraréis a una chica alocada que irá preguntándoselo a todas las personas del autobús, así que no os asustéis). Mi lugar es muy sencillo, pero los dichosos kilómetros me lo impiden. Parece que disfrutan con ello, como cuando me voy alejando de allí, cada kilómetro recorrido es como una burla nueva recordándome que me separan de mi pedazo de cielo.

Me gustaría, pues, si alguien lee este desvarío, que me contase cuál es ese rincón en el que se apartaría para vivir para siempre, ese rincón por el que siente que cuando se encuentra alejado, va muriendo poco a poco, a base de suspiros de añoranza.


Por cierto, creo que mi lugar más anhelado está bastante claro. Ese sitio en el que encantada moriría, ese sitio en el que mis sueños se hacen realidad, ese sitio en el que no hay más pesadillas ni más intentos infructuosos de ser completamente feliz, ese sitio idílico con el que despierto cada día en mente… ese sitio son sus brazos.