Había comenzado este viaje hacía mucho tiempo. Tanto que ya
le era prácticamente imposible recordar el inicio.
Había recorrido mucha distancia. Distancia en la que había
conocido a muchísimas personas que marcaron su paso.
Sin embargo, por mucho que la mayoría fueran pasajeras,
ahora llevaba su carga a las espaldas. Cada vez, su paso se volvía más pesado.
Era demasiado complicado alzar el pie del suelo para seguir avanzando.
De vez en cuando, debía parar en mitad del camino. Las
heridas en sus hombros se iban haciendo más visibles, hasta el punto de sentir
como le quemaban. Su espalda se iba deformando poco a poco.
Ahora, su figura no era esbelta y elegante. Ya no caminaba
con paso firme y seguro. Seguía hacia delante, sufriendo como nadie. Pero
seguía, porque creía que ya no le quedaba otra.
Y ahí estaba. Tal vez a 2 kilómetros del tramo final. Pero
ya sin fuerzas.
Al peso de la espalda se le sumó el peso de las lágrimas que
no había derramado por su sufrimiento.
Y a estas lágrimas se le sumaron tantas carcajadas que no
había podido dejar salir porque no tenía motivo.
Con todo este peso sobre su persona, la gravedad hizo el
resto.
Se desplomó.
Y, tal y como había sido siempre, no hubo nadie para tender
su mano y levantar ese peso muerto del suelo.
Así que ahí permaneció. Y tal vez permanezca todavía.
Sollozando como un niño recién nacido. Dejando salir toda su
tristeza para ver si algún día, tal vez con un poco de suerte, se le acabe y
entonces, tras liberarse de ese peso, pueda levantarse.
Así que llora, amigo. Llora. Libérate y sigue tu camino.