sábado, 24 de enero de 2015

Demonios.

Sus ojos se entreabrieron en mitad de la penumbra, intentando acostumbrarse a la oscuridad que la rodeaba. Aunque ella no estaba tan segura de querer verlo todo.

Permaneció inmóvil en la cama cuando descubrió que algo se encontraba entre sus brazos. Con el corazón acelerado y el sudor frío, lo abrazó fuerte. Casi con la intención de asfixiarlo.

Sus pesadillas se habían vuelto tangibles, visibles… reales.
Un demonio las había encarnado… todas ellas.

Las lágrimas comenzaron a recorrer su rostro mientras ese pequeño demonio clavaba sus garras en el pecho de la chica. La sangre perfilaba su cuerpo, dibujando la escena de un crimen sobre la cama.

Pero no podía soltarlo. ¿Qué ocurriría si lo hiciera?

Las pesadillas de esta chica iban desde lo más corriente… a lo más sangriento. Su infancia se basó en recurrentes malos sueños donde toda su familia y amigos eran asesinados por… algo. 

Y no estaba dispuesta a comprobar si en realidad todo aquello eran premoniciones.

Continuó abrazándolo, evitando que ese demonio escapara y sembrara más terror del que ella ya sentía. En su mirada podía verse, a la par que el pánico, la curiosidad de cómo sería ese ser extraño que encarnaba todos sus peores miedos.

Así que, mientras el demonio seguía arrancándole la piel a tiras, poco a poco, un trozo por cada una de sus pesadillas; ella decidió observarlo, sin soltarlo. Lo que encontró no le sorprendió lo más mínimo.

Unos ojos rojos y una sonrisa de satisfacción.

Justo en ese instante, cuando se vio a sí misma reflejada en ese rostro, el demonio atravesó su garganta con esas afiladas garras. El grito de la chica quedó ahogado por la sangre que comenzó a brotar de su cuerpo, pero no contento con ello, el demonio le arrancó los ojos.

Esos ojos eran testigos de algo que nunca deberían haber visto.

Ese demonio, tras asesinarla, volvió a fundirse con ella, con su cuerpo. Justo ahí donde había hecho los jirones en su piel, se adentró, llegando a su corazón. Pues no pudo escapar, ella todavía lo estaba abrazando.

Durante su vida ella no fue capaz de convivir con sus demonios.

Ahora lo intentaría en la muerte.

miércoles, 21 de enero de 2015

Tentar a la suerte.

¿Sabéis? Uno de los primeros recuerdos que tengo de cuando era niña fue aquella vez en la que, con tan sólo tres añitos, escalé hasta lo más alto de la pirámide, No sé si alguna vez las habéis escalado. Son esas estructuras que hay en las playas en forma de pirámide que se asemejan a una tela de araña. Creo que fue la primera vez que sentí lo que era el riesgo y, la verdad, lo disfruté muchísimo (hasta que mi madre vino a darme unas cuantas palmadas en el culo y a reñirme, obviamente).

Desde entonces lo supe.

Mi vida no estaba destinada a algo “corriente”. Yo necesitaba el riesgo, la emoción, la incerteza del qué pasará, el peligro que existe en cada esquina (si se tuerce por el desvío adecuado). Y desde ese instante siempre me encuentro buscando nuevas aventuras que lleven mi alma al puro éxtasis, que la adrenalina colme mi cuerpo hasta los más recónditos resquicios y toda mi presencia tiemble al son de los latidos acelerados que marcan el paso frenético de mi existencia.

Busco los límites de las sensaciones.

Sin embargo, no es tan sencillo. Las responsabilidades siempre se encuentran de por medio (y juro que intento ser una chica responsable), imposibilitando que realice todas las locuras que surgen en mi mente. Tal vez, por este motivo, terminé siendo muy crédula. Porque soy realmente crédula. Creo en fantasmas, en supersticiones, en ese “algo más” que hay en un plano paralelo. Gracias a esto, en muchas ocasiones, el miedo colma todos mis pensamientos (y sé que a vosotros también, sino seríais capaces de recorrer vuestro pasillo a oscuras sin necesidad de correr).

Me encanta el miedo. Lo ansío.

Porque, para mí, superar esos miedos significa superarme a mí misma y, al superarlos, obtengo ese éxtasis que siempre ando buscando. Ese miedo puede surgir de las más nimias cosas de la vida: desde romper un espejo y asustarte por esos 7 años de mala suerte que te pueden acontecer, hasta caminar sola por la noche y temer que te violen o te secuestren. Aunque, desde luego, nada se asemeja a dormir sola tras ver una película de terror (Babadook me persigue todavía, maldito sea).

Así que yo misma produzco situaciones en las que sienta miedo.

Siempre que puedo, intento realizar todo aquello que las supersticiones dicen que no se debe hacer: derramo sal sobre la mesa, me niego a tocar madera cuando alguien lo dice, mi número favorito es el 13 (y adoro cuando en la noria me toca el 13 amarillo), si alguna atracción cruje me gusta mucho más (tal vez por eso me encantó “Estampida” en Port Aventura), voy en busca de cruzarme gatos negros (incluso tuve uno que se llamaba Gogolino), me encanta sentarme justo en los barrancos, hablar con desconocidos es mi pasatiempo favorito, salir a pasear sola es mi mayor entretenimiento… Por supuesto, también pretendo realizar todos y cada uno de los deportes de riesgo que se han inventado y están por inventar. 

Porque me encanta exponerme así, porque la adrenalina da sentido a mi existencia, porque, en definitiva…


Adoro tentar a la suerte.

domingo, 18 de enero de 2015

Camino errante.

Antes de que empecéis a leer, debéis saber que este relato fue una improvisación completa a través de un audio de WhatsApp. No iba a subirlo, ni siquiera se me había ocurrido, pero por la sugerencia de una amiga (Shara), lo he hecho. Os dejo también el audio, porque creo que, ya que existe la posibilidad, siempre está bien saber qué voz le pondría el autor. Espero que, aunque no os guste, os llame la atención.


Era un ser extraño, no tenía forma propia. Era más como una silueta. Era un ente formado por los recuerdos de la gente. No conocía su nacimiento, no conocía su camino, menos aún conocía qué debía hacer; ¿vagar por el mundo tal vez? No estaba seguro de ello, pero era lo único que tenía: caminar con esos pies que no eran pies, sino que eran siluetas, una mera sombra sobre el suelo.

Pasaba entre la gente pero nadie se detenía a mirarlo, ¿qué más da? Si es solo una silueta, una sombra proyectada por el Sol, aunque cuando se paraban a mirar, nada podía reflejar esa sombra… pero a nadie le interesaba, tal vez se les había metido algo en el ojo. Ese ente continuaba caminando, sin rumbo, errante, dejando incluso migas de pan, que no podía tocar, a su paso, para recordar el camino de vuelta.

Y se encontró una vez, mirando al horizonte, viendo un camino seguro, ese que llevaba recorriendo todo el tiempo… vio un desvío; tal vez era un desvío lleno de peligros, pero le parecía que en ese camino encontraría algo más parecido a él, algo que le llenara completamente y evitara que fuera simplemente ese cúmulo de recuerdos y experiencias de las personas que le rodean, sino que, tal vez siguiendo ese desvío, conseguiría ser algo…

Ser alguien…

Lo observó detenidamente y… siguió recto.

No se atrevió a dar el paso.


Ridículo.

martes, 13 de enero de 2015

4500 atardeceres.

El tiempo va pasando a diario, ofreciéndonos experiencias que permanecerán escritas a fuego en nuestra alma y otras tantas que desaparecerán como un mensaje escrito a la orilla del mar, arrastrado por las olas.

Entre tantos momentos que vivimos y que quedan en nuestra memoria, se encuentran cientos, mejor dicho, miles de amaneceres. Esos amaneceres por los que la gente se pelea, esos amaneceres que nadie quiere ver solo, esos amaneceres que tiñen todo de una calidez inimaginable y que, pese a lo mala que haya sido la noche, nos obligan a sonreír involuntariamente. Esos amaneceres son perfectos.

Sin embargo, nunca he sido de amaneceres.

Durante prácticamente toda mi vida, habré visto unos diez. Tal vez sea extraño este suceso, pero para mí es algo lógico. Normalmente no tengo interés en ver amanecer, pues en mi opinión, lo verdaderamente importante es la noche que he dejado atrás. Obviamente, los amaneceres me parecen realmente preciosos, y con una taza de café en mano y el mar de frente, son lo mejor que te puedes encontrar.

Pero no busco amaneceres.

Lo que realmente le interesa a mi alma es ver cómo se oculta el Sol, cómo desaparece para dar paso a una oscuridad tranquilizadora, para permitir que nos sumamos en nuestros más profundos pensamientos porque (y no me lo podéis negar), además de cuando estamos en la ducha, cuando más pensamos y más sinceros somos es en la claridad nocturna. Tal vez sea porque sentimos que en la oscuridad nadie nos juzga realmente. Tal vez en la penumbra todos seamos iguales, sin diferenciar entre buenos y malos, entre errores y aciertos…

Busco atardeceres.

Así es. Vivo buscando atardeceres donde resguardarme, donde el día más soleado da paso a la noche más estrellada, donde corto un pedazo de cielo y lo utilizo como manta, donde las sonrisas brillan más al estar sumidas en la oscuridad, donde la lluvia iluminada por las farolas se asemeja a una cascada partida. Quiero atardeceres. Quiero verlos todos y escribir sobre ellos.

Porque no hay ningún atardecer igual.

Cada día somos una persona diferente de la que éramos ayer y eso se refleja en la noche, cuando hacemos un repaso de las nuevas experiencias que han colmado nuestro cuerpo. Cada día pensamos de una manera distinta, cada día las personas que nos rodean nos influyen de una forma u otra, cada día es una nueva aventura y cada noche es la conclusión de ésta, la evaluación final (prácticamente lo más importante) o, incluso, el comienzo de una nueva.

He vivido más de noche que de día.

¿Cuántas veces, durante el día, os habéis sentido apenados? Pero llega la noche y tenéis todo el tiempo del mundo (aunque quizá sean solo ocho horas) para daros cuenta de que el problema no es tan grave. Y, si no sois capaces por vosotros mismos, siempre habrá un amigo que te diga: “esta noche te voy a hacer reír”. Y lo hace sin esfuerzo alguno. Porque por la noche, vivir es más sencillo. No habrá nadie que te juzgue por caminar más lento que la muchedumbre que te arrasa durante el día, no habrá nadie que te mire extraño por escalar una farola, no habrá nadie que te dé represalias por jugar un “ding dong piro” (a menos que, en lugar de salir corriendo, te quedes frente a la puerta esperando).

La noche siempre me ha ofrecido más oportunidades.

Por este motivo, y tantos otros que guardaré para un próximo relato, he visto mínimo 4500 atardeceres de unos 6950 días que he vivido. La mayoría los he vivido en solitario, pero eh, no dudéis en compartir esos instantes. Son realmente maravillosos y no hay nada como volver paseando por las calles acompañados de una buena conversación y una buena compañía. Y, si esa noche tenéis todo el tiempo del mundo, tumbaos y observad ese precioso manto estrellado que nos arropa, indiferente de cómo seamos cada uno, ofreciéndonos a todos luz y calma por igual, sin pensar quién habrá hecho lo correcto o quién habrá errado durante el día, aceptándonos solo por el mero hecho de estar aquí abajo (aunque muchos de nosotros siempre estemos más allá de nuestro cuerpo, perdidos en nuestro propio universo).


Tras el atardecer, tú y yo somos iguales. La oscuridad nos hace iguales, como el momento de la muerte. Solo que este instante podemos disfrutarlo… y repetirlo.