¿Sabéis? Uno de los primeros
recuerdos que tengo de cuando era niña fue aquella vez en la que, con tan sólo
tres añitos, escalé hasta lo más alto de la pirámide, No sé si alguna vez las
habéis escalado. Son esas estructuras que hay en las playas en forma de
pirámide que se asemejan a una tela de araña. Creo que fue la primera vez que
sentí lo que era el riesgo y, la verdad, lo disfruté muchísimo (hasta que mi
madre vino a darme unas cuantas palmadas en el culo y a reñirme, obviamente).
Desde entonces lo supe.
Mi vida no estaba destinada a
algo “corriente”. Yo necesitaba el riesgo, la emoción, la incerteza del qué
pasará, el peligro que existe en cada esquina (si se tuerce por el desvío
adecuado). Y desde ese instante siempre me encuentro buscando nuevas aventuras
que lleven mi alma al puro éxtasis, que la adrenalina colme mi cuerpo hasta los
más recónditos resquicios y toda mi presencia tiemble al son de los latidos
acelerados que marcan el paso frenético de mi existencia.
Busco los límites de las
sensaciones.
Sin embargo, no es tan sencillo.
Las responsabilidades siempre se encuentran de por medio (y juro que intento
ser una chica responsable), imposibilitando que realice todas las locuras que
surgen en mi mente. Tal vez, por este motivo, terminé siendo muy crédula.
Porque soy realmente crédula. Creo en fantasmas, en supersticiones, en ese “algo
más” que hay en un plano paralelo. Gracias a esto, en muchas ocasiones, el
miedo colma todos mis pensamientos (y sé que a vosotros también, sino seríais
capaces de recorrer vuestro pasillo a oscuras sin necesidad de correr).
Me encanta el miedo. Lo ansío.
Porque, para mí, superar esos
miedos significa superarme a mí misma y, al superarlos, obtengo ese éxtasis que
siempre ando buscando. Ese miedo puede surgir de las más nimias cosas de la
vida: desde romper un espejo y asustarte por esos 7 años de mala suerte que te
pueden acontecer, hasta caminar sola por la noche y temer que te violen o te
secuestren. Aunque, desde luego, nada se asemeja a dormir sola tras ver una
película de terror (Babadook me persigue todavía, maldito sea).
Así que yo misma produzco situaciones
en las que sienta miedo.
Siempre que puedo, intento
realizar todo aquello que las supersticiones dicen que no se debe hacer:
derramo sal sobre la mesa, me niego a tocar madera cuando alguien lo dice, mi
número favorito es el 13 (y adoro cuando en la noria me toca el 13 amarillo),
si alguna atracción cruje me gusta mucho más (tal vez por eso me encantó “Estampida”
en Port Aventura), voy en busca de cruzarme gatos negros (incluso tuve uno que
se llamaba Gogolino), me encanta sentarme justo en los barrancos, hablar con
desconocidos es mi pasatiempo favorito, salir a pasear sola es mi mayor
entretenimiento… Por supuesto, también pretendo realizar todos y cada uno de
los deportes de riesgo que se han inventado y están por inventar.
Porque me
encanta exponerme así, porque la adrenalina da sentido a mi existencia, porque,
en definitiva…
Adoro tentar a la suerte.
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