La capacidad del ser humano para
cambiar de opinión en el último momento es maravillosa. Pero todavía lo es más su
capacidad impulsiva y descontrolada de seguir con aquellos cambios de opinión.
Arrancamos directamente de
nuestras entrañas deseos que están enterrados a más de tres metros, con tal de
que ningún perro entrenado para ello sea capaz de olfatear la podredumbre de
esos deseos ya marchitos.
Los sacamos al exterior sin miedo ni pavor,
lanzándonos a otro camino totalmente distinto, evitando la bifurcación que
había anteriormente y atravesando las ramas y los peligros que acechan tras una
gran selva deshabitada (o no).
En ese instante, nos vemos
completamente desnudos, tal como los árboles que ya están en proceso de perecer.
No sabemos dónde hemos acabado ni, concretamente, el motivo. Ya os hablaba
alguna vez de las corazonadas, los pálpitos. Tal vez sea por eso, o simplemente
podría deberse a la tamaña estupidez del ser humano (opto más por lo segundo).
¿Pero sabéis que es lo peor (o lo mejor, si lo vemos desde el punto de vista de
aquel que se haya desnudo en mitad de una decisión que no sabe por qué la ha
tomado)? Que va a salir de esa. Va a lograr salirse con la suya y, de una
manera u otra, la suerte le va a sonreír.
Es curioso como juega el destino
con nosotros, ¿no? O la libertad. Aunque ambos términos van de la mano. La
importancia de esto radica en que, hagas una cosa u otra, habrá sido decisión
tuya y las consecuencias que esa decisión acarree no son más que caminos
diversos que se abren ante ti.
Con todo esto quiero decir, en
resumidas cuentas que, escojamos una u otra cosa, nos arrepintamos o no de las
elecciones tomadas, siempre va a haber algo por lo que merezca la pena
continuar por ese sendero. Sin embargo, opto por arriesgar.
Si todo va a estar
bien, ¿por qué no hacerlo?
No hay comentarios:
Publicar un comentario